por Francisco Javier Duran
La aplicación del modelo funcionarial para el personal al servicio de las Administraciones Públicas siempre ha tenido como trasfondo separar el poder político de la estructura burocrática y, además, dotar a esta última de profesionalidad y de estabilidad con el fin de conseguir un orden lógico y eficaz. En este sentido, los primeros intentos se atribuyen a las reformas que López Ballesteros, ministro del Rey Fernando VII durante el periodo de restitución del absolutismo, realizó en el Ministerio de Hacienda a través de las siguientes disposiciones: la Real Orden de 19 de agosto de 1825, donde se reguló el ingreso de los funcionarios; el Real Decreto de 7 de febrero de 1827, donde se estructura la carrera dentro del ministerio; y del Real Decreto de 3 de abril de 1828, texto normativo donde se regulaba el sistema retributivo y que es presentado por la Doctrina como el primer estatuto histórico de los empleados de la Administración del Estado.
El principio de mérito y capacidad como forma de poder acceder a la función pública es la principal manifestación del modelo funcionarial. La primera vez que aparece en España, aunque sólo de manera programática y en un siglo caracterizado por las cesantías, es en el artículo 5.º de la Constitución de 1837, curiosamente se predica tanto para los empleos como para los cargos públicos. Desde entonces se ha buscado instaurar este principio al amparo de la norma fundamental y a través de su desarrollo en las diferentes leyes que han regulado la función pública. Nuestra vigente constitución de 1978 también lo recoge, en concreto su artículo 103.3, donde establece que: “La Ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones.”
Con algunas salvedades, con origen en la desidia de algunos profesionales y en los excesos burocráticos al amparo de normas dictadas más por impulsos oportunistas del legislador que por principios lógicos, el hecho es que el modelo funcionarial implantado en la administración española, a lo largo de los Siglos XIX y XX, ha conseguido establecer una estructura racional y ordenada, con diferentes cuerpos de funcionarios que acceden a través de un sistema de oposición basado en los principios de mérito, capacidad e igualdad, y que pueden ejercer sus funciones de manera imparcial al margen de las intenciones políticas de turno.
Ahora bien, es durante el actual periodo democrático, con el trasfondo de la descentralización administrativa, cuando se ha expandido en la administración española, principalmente en las administraciones autonómicas y locales, un proceso, casi imparable y absorbente, de laboralización de la función pública. La presencia de personal laboral al servicio de la Administración ha sido siempre residual y subsidiaria, hecho que se evidencia en la escasa atención prestada por las normas reguladoras de la función pública hasta la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la Reforma de la Función Pública.
La presencia de personal laboral en las Administraciones y la dualidad de regímenes jurídicos ha sido objeto de discusión por parte la doctrina. Así, PARADA VÁZQUEZ mantiene que es inconstitucional la presencia de los contratados laborales en la Administración Pública, mientras que SALA FRANCO, defiende la neutralidad de la Constitución sobre este particular. La tesis intermedia también existe, en ella se defiende la posibilidad de que existan los contratos laborales a pesar de que la norma general sea el desempeño de los puestos de trabajo en la Administración por los funcionarios. Por su parte, el Tribunal Constitucional en su sentencia nº 99/1987, de 11 de junio, pareció resolver la polémica ratificando la teoría intermedia, y señalando que nuestra Constitución aun cuando prefiera un modelo Funcionarial permite la convivencia con el personal laboral.
Este modelo dual, avalado por el Constitucional, ha desvirtuado la identificación que había entre funcionario y función pública, y ha potenciado poco a poco la utilización del término “empleado público” como concepto que engloba a funcionarios, personal laboral y demás personal que desempeñe funciones retribuidas en las Administraciones Públicas al servicio de los intereses generales. Dicho término fue finalmente asumido por el Legislador en la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público; su propia exposición de motivos justifica la dualidad de sistemas vigente: “Partiendo del principio constitucional de que el régimen general del empleo público en nuestro país es el funcionarial, reconoce e integra la evidencia del papel creciente que en conjunto de las Administraciones Públicas viene desempeñando la contratación de personal conforme a la legislación laboral para el desempeño de determinadas tareas […] y sintetiza aquello que diferencia a quienes trabajan en el sector público administrativo, sea cual sea su relación contractual, de quienes lo hacen en el sector privado”
Ahora bien, a pesar de propugnarse que se prefiere el régimen funcionarial, la realidad de la Administración, principalmente en los ámbitos autonómico y local, muestra que los empleados laborales son ya mayoría frente a las cifras de funcionarios que en algunos casos (Vg.: organismos autónomos) llegan a estar en franca minoría.
¿Cuáles son las causas de este fenómeno de laboralización? Según la exposición de motivos de la meritada Ley, la diversidad actual de los regímenes de empleo público se debe a “la gradual multiplicación de las formas de gestión de las actividades públicas dentro de cada nivel territorial de gobierno, donde se persigue responder adecuadamente a las exigencias que plantea, en cada caso, el servicio eficaz a los ciudadanos”. Frente a esto, algunos autores apuntan otras causas no tan nobles. Así PÉREZ LUQUE entiende que se alterarían motivos tales como: la desconfianza ante el funcionariado; la necesidad política de cambiar la situación existente; la alteración de las funciones propias de las plazas; la elusión de los rígidos requisitos para acceder a la condición de funcionario; las presiones externas e internas de partidos políticos; o la pretensión de patrimonializar de la función pública.
Las dudas sobre la autenticidad de los motivos que propugna el Legislador en el Estatuto vienen, en parte, incrementadas por otro fenómeno en paralelo, aparentemente contrario, consistente en la funcionarización en bloque de empleados públicos que accedieron a trabajar en las Administraciones y organismos dependientes mediante un contrato laboral. No se llega a entender cómo uno accede a través de un contrato laboral y, luego, mediante un proceso más o menos legal, se convierte en funcionario. ¿Qué ha ocurrido con la gradual multiplicación de formas? ¿Han cambiado los motivos o han cambiado las personas? ¿Se busca un servicio eficaz o se busca blindar empleos? Estos procesos suponen una trampa y una desnaturalización del sentido de funcionario porque se saltan todo para lo que apareció so pretexto de una eficacia más que cuestionable.
Este fenómeno supone un cambio de paradigma del derecho administrativo en cuanto implica la desnaturalización de conceptos nucleares como función pública, fe pública o funcionario de carrera. En esta crisis de identidad del derecho administrativo también colabora el Legislador al asumir esta ambigüedad en las normas que se aprueban sobre la materia (de manera singular el Estatuto Básico del Empleado Público), donde la técnica legislativa se aproxima más a formas del derecho laboral (con origen en el derecho civil) que a las propias del derecho administrativo.
En definitiva, nos encontramos ante una transformación que se suma a otras que se vienen produciendo en el Derecho Público y que abre una reflexión sobre la incidencia de estos cambios y, lo que es más importante, sobre su conveniencia. Ahora bien, se podrán propugnar reformas en el modelo funcionarial para conseguir más eficacia en la prestación de servicios, pero arrinconar o desnaturalizar el modelo implica riesgos si el nuevo sistema no garantiza el mérito, la capacidad y la publicidad, y lo que es más importante, si no garantiza la separación entre el poder político y la estructura administrativa; de lo contrario será la frase de TOCQUEVILLE: “un régimen muere cuando sólo elige a sus funcionarios entre sus partidarios”.
Fuente: HayDerecho
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