lunes, 10 de febrero de 2020

Las ciudades intercambiables

Por Ángel Salguero

La proliferación de franquicias que imponen su imagen de marca está borrando la identidad del centro histórico. Valencia prepara una normativa municipal para proteger los espacios emblemáticos en la zona de Ciutat Vella.

Si a usted le gusta caminar, quizá haya experimentado una leve sensación de déjà vu al recorrer el centro de su ciudad. Muchos de los establecimientos que ocupan ahora los bajos comerciales en las calles más cotizadas, desde tiendas de ropa a restaurantes, comparten una estética similar: limpia y moderna, pero también prefabricada e impersonal. Es un fenómeno que se ha acelerado con el auge de las franquicias, firmas que imponen su imagen de marca allí donde se instalan y que hacen que grandes capitales como Valencia estén perdiendo parte de su identidad (y de su historia) y sean cada vez más intercambiables entre sí.

Las cifras ayudan a dibujar el panorama: Según datos de la Asociación Española de Franquiciadores, en 2018 la Comunidad Valenciana fue la tercera región española en implantación de este tipo de negocios con 177 marcas y 6.728 locales, sólo por detrás de Madrid y Cataluña. En las principales zonas comerciales de la ciudad de Valencia, de acuerdo con otro estudio de Franquishop, las franquicias tenían ya en 2017 una penetración del 30% y en sectores como la restauración representaban casi la mitad de la oferta disponible.

Para el diseñador gráfico Kike Correcher se trata de un proceso común a muchas otras capitales: «Si viajas por Europa, ves que Valencia no es la única ciudad que lo está sufriendo. Uno de los factores es la globalización, pero sobre todo el auge de las franquicias y de una cierta manera de entender la implantación de la marca, un poco obsoleta o plana».

A su juicio, no existe «una cultura de respeto al espacio que ocupas. No soy partidario de decir que Valencia es un desastre y el resto no, pero sí que hay otras ciudades con una cultura comercial más respetuosa, en las que ves que sucesivos negocios van ocupando locales en los que han dejado su huella los anteriores ocupantes y no existe esa dictadura del pladur que vivimos aquí». Porque, añade Correcher, «parece que cada vez que alguien ocupa un espacio comercial tiene que tirarlo abajo y volver a cubrirlo con pladur, con lo que se pierde la memoria de todo lo que había».

Juan Nava, también diseñador, se dedica desde hace años a fotografiar las fachadas y los rótulos de comercios antiguos, muchos ya desaparecidos, para preservarlos en un proyecto que ha denominado Letras recuperadas. En su opinión, uno de los casos más flagrantes en Valencia ha sido el de la armería Pablo Navarro, en la calle San Vicente, convertida ahora en una tienda de jamones y bocadillos. «Lo han arrasado todo», asegura. «Y no sólo el rótulo, es que de la propia tienda no han dejado nada, y había ebanistería de la época, un trabajo fantástico y muy interesante».

Otros espacios que han desaparecido en la ciudad incluyen la antigua cafetería Barrachina, la horchatería El Siglo, la pastelería Santa Catalina, grandes establecimientos como Las Añadas de España -sustituido por un outlet de una franquicia de moda- o la mítica tienda de fotografía Nacher.

Proteger todo este patrimonio puede no ser tan sencillo. «Estamos hablando de un espacio que está a medio camino entre lo público y lo privado», señala Correcher. «Para la sociedad es vía pública, lo que vemos de la ciudad, pero hay que tener en cuenta que se trata también de negocios privados. Estás entremedias de las dos cosas y tienes que respetar ambas sensibilidades... y eso es muy difícil de gestionar».

Aun así, desde el Ayuntamiento de Valencia ya se están dando los primeros pasos. El Plan Especial de Protección de Ciutat Vella, actualmente en fase de tramitación, establece por ejemplo que entre las actividades permitidas para los locales de planta baja se fomentarán las «relacionadas con el edificio de que se trate». Y en el caso específico de la Plaza Redonda, «aquellas que garanticen la permanencia de usos procedentes en la historia de este espacio» como ropa para niños y bebés, mercería, ropa laboral de trabajo y accesorios para el hogar en hierro, madera o cerámica.

El plan detalla los requisitos necesarios para obtener licencia de intervención en espacios emblemáticos, es decir, «locales dedicados a actividades comerciales de carácter tradicional y artesanal vinculadas a la historia de la ciudad de Valencia». Entre ellos figura la presentación de un informe histórico del local y un estudio cromático y de los materiales. Además, para los negocios de restauración que quieran ocupar bajos en los que antes se desarrollase otra actividad, se valorará que se respeten «los valores patrimoniales del establecimiento original».

En cualquier caso, apunta la normativa municipal, las intervenciones que se realicen deberán preservar, «aplicando las mejores técnicas disponibles, que no comporten costes excesivos ni desproporcionados, los valores del establecimiento que han motivado su catalogación» como emblemático.

Este proceso de borrado de la memoria de la ciudad que ahora se quiere revertir viene de lejos, asegura Kike Correcher. «Venimos de una cultura en la que lo viejo era algo que había que destruir y lo bueno era lo nuevo. A partir de la época del higienismo, sobre todo, se pensaba que debían demolerse los barrios antiguos y el ideal era la ciudad nueva, pulcra y sanitaria». Por esa razón, explica, «hemos perdido las murallas, palacios, calles y verdaderas maravillas que, si las tuviéramos ahora, nos deslumbrarían. No es que vengamos de una situación ideal y haya empeorado. Al contrario, cada vez hay más sensibilidad por estas cosas. Pero lo que ocurre es que cuando queramos darnos cuenta, ya no quedará nada».

Al final, todo gira en torno a la cultura, señala este diseñador. Y es que el problema, lamenta, «es la falta de una cultura visual, del diseño. No hay, ni entre la gente ni en la sociedad, un criterio sobre lo que es valioso y merece la pena conservar y lo que no tiene valor y es reformable, mejorable o prescindible. Cuando no existe ese criterio es reemplazado por la aceptación de que lo nuevo siempre sustituye a lo viejo de manera indiscriminada... y con esa dinámica vamos perdiendo nuestro patrimonio, nuestra identidad y lo que nos hace únicos».

A pesar de ello, matiza Correcher, «no creo que haya que demonizar la franquicia o la marca por sí misma. Hay ejemplos de negocios muy expansivos que tienen una forma de implantarse más respetuosa o más flexible respecto al lugar donde se instalan». Un ejemplo, apunta también Juan Nava, es el de la empresa que ha ocupado el antiguo local de la Unión Musical en la calle de la Paz de Valencia. «Han conservado un rótulo de cerámica fantástico que, además, en esta ciudad representa un patrimonio. Ahí había unos artesanos, unas empresas que se dedicaban a esto antes, y debería protegerse de alguna forma», apunta.

Y es que la única manera de defender una marca, concluye Correcher, «no es aplicar el rodillo y reproducir de forma clónica un espacio prediseñado. Existen firmas que siguen transmitiendo su personalidad sin necesidad de colocar el metro lineal de rótulo verde de determinado pantone. Hay opciones que se pueden explotar sin necesidad de caer en espacios intercambiables».

Fuente: El Mundo 



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